Malvinas hoy. Una fortaleza, una especie de portaaviones con forma de hermanita perdida. Después de haber estado ahí, después de haber palpado el poderío militar, y la prosperidad económica, uno estaría tentado a lamentarse por otra hermanita perdida para siempre, lo que no quita de ninguna manera que se pueda y se deba insistir con nuestros justos reclamos de recuperación de nuestra soberanía. Antes de la guerra las islas vivían haciéndole honor al nombre español de una de ellas, en absoluta Soledad. Su contacto más estrecho y directo era con Argentina y las relaciones sociales, políticas y humanas estaban, por razones geográficas y de la lógica más cerca de Buenos Aires que de Londres. La rubia Albión había vivido sin ellas, ignorándolas y acordándose de las Falklands sólo para ratificar su política colonialista e intransigente cuando algún “argie” levantaba su voz en defensa de nuestros derechos históricos sobre las islas. Pero llegó abril del 82 y llegó la guerra, el manotazo de aquella dictadura feroz que empezada a preocuparse por el clima de agitación social y político que se vivía en todo el país. La concepción de la soberanía de los Videla, de los Galtieri, de los Martínez de Hoz y los Alemann, no deja de ser curiosa, aunque harto conocida. Consiste en reclamar hipócritamente por los puestos fronterizos, por las islas, mientras entregaban a la soberanía extranjera y a sus socios nativos, el manejo total de nuestra economía, de nuestros recursos y proponían que daba lo mismo fabricar “acero que caramelos”. Les molestaba Pink Floyd o John Lennon, porque cantaban en inglés, pero ni se les cruzó por la cabeza expropiar las 500.000 hectáreas de la Patagonia que estaban en manos inglesas mientras la Thatcher no dudó un instante y el mismo 2 de abril de 1982 bloqueó las cuentas argentinas en todos los bancos del Reino Unido. Dialécticas del amo y del sirviente. La guerra por una causa noble y justa fue conducida por injustos e innobles comandantes que despreciaron, humillaron y mataron de hambre y frío a su propia tropa, nuestros muchachos. Y allí están hoy a 34 años los vestigios, usted los verá querido lector en las páginas que siguen. Quisimos traernos esas imágenes captadas magistralmente por Daniel Flores a quien no pocas veces se le empañaba la cámara y la mirada. Allí puede verse la precariedad, la indefensión de nuestros chicos de la guerra, la disparidad brutal de fuerzas y el coraje y el heroísmo que nos recuerda al Quijote y su “que buen vasallo si buen señor tuviera”. Hay un gran monumento en Stanley- Puerto Argentino, o al revés, a la victoria, a nuestra derrota. Aquella victoria de la Tatcher, que ganó unas elecciones que tenía perdidas, de los Estados Unidos que acompañó calurosamente a sus aliados de siempre, del Chile de Pinochet que brindó un apoyo invalorable, valorado personalmente en aquel desagradable encuentro de Londres entre la Dama de Hierro y el Dictador que se hacía el “insano” en un confortable castillo cedido por el laborista pero amable señor Blair. La guerra salvó a las islas, pasaron de la Soledad a la prosperidad, llovieron los recursos, los servicios, las armas. “tendríamos que hacerle un monumento a Galtieri, dicen los kelpers. Frase terrible que nos recuerda –esperemos– lo que le pasa a un país cuando, desoyendo las lecciones de la historia, confía su suerte a impresentables improvisados que sólo están preparados para apuntar sus armas y sus “inteligencias” contra sus propios compatriotas. Para que nunca más se repita, para honrar a nuestros muchachos y para denunciar al colonialismo y a los jefes de aquella guerra va este número de Caras y Caretas, para que aquellos queridos pibes no sean solo conocidos por Dios.
Referencia: www.elhistoriador.com.ar
Felipe Pigna, Editorial Caras y Caretas, abril de 2006
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